*Este texto se publicó originalmente en La Revista Ambulante 2021, de libre descarga aquí.
La experiencia de ver La metamorfosis de los pájaros es la de pasearse por un museo lleno de cuadros de naturalezas muertas, mientras unas voces nos hablan de vidas y muertes, de las luces y sombras de cada pintura, de los latidos y las memorias que se impregnaron en los pigmentos, que a su vez dibujaron cosas de otras vidas, de otras familias, parecidas, siempre parecidas, siempre algo inventadas o algo heredadas… mutter, mai, miada, mare, mutchi, mor, mère, mitéra, ima, mat, mother, mater, mai, mae. A Catarina Vasconcelos (Lisboa, 1986), directora del filme, se le murió la madre cuando tenía diecisiete años; su padre también vivió la muerte prematura de su propia madre. Muerte y Madre, la brutalidad de la antonimia. Es el filme quien se adjudica la tarea de destilar la “fuente”, nuestro “origen” (etimología de “madre”) y el fin, la muerte, transfigurando la brutalidad presente en toda existencia —y por ende, finalmente banal— en poesía. Una poética de los antónimos, una alquimia, una metamorfosis que recorre su ciclo en los marcos de cada cuadro del museo de los pájaros, de la verticalidad de las plantas, de las naturalezas muertas.
“Naturaleza muerta”. Bella contradicción. Extraña antonimia, otra vez. Ahí está el eje sobre el cual se sostiene la sucesión de planos siempre rígidos de la película, continentes de la inefable tensión entre vida y muerte en todos los no-movimientos de la cámara. Es ahí, en esas cajas, en esos espacios casi cuadrados donde Catarina Vasconcelos deja resonar la voz que da tierra al símbolo. La voz que florece como un jacinto, que es el nombre que se inventa para su padre: nexo, vínculo, unión entre el universo madre y el universo hija. Es él, el padre, quien da estructura a los símbolos, a la película misma, recitando los mantras formados por las palabras “madre” e “hija” en tantas lenguas. Porque es la historia que habita en todas las familias: recuerdos, cartas, leyendas, variaciones. En una escena, cuando estamos frente al cuadro donde una figura está haciendo un rompecabezas, escuchamos: “Lo que el ser humano no puede explicar, lo inventa”. Ahí se refiere a la suposición de los hombres antiguos sobre la metamorfosis de unos pájaros que, en realidad, solo eran otros, llegados de otros lugares, en otra época del año. Vasconcelos también inventa desde ese mismo lugar: el de dar sentido —llenar el vacío que dejaron sus abuelos, su madre, sus muertes— con el símbolo. Incluso la gran obra simbolista del siglo XIX, Moby Dick, tiene su espacio en el filme (escuchamos la lectura de su comienzo), que, como la novela de Melville, está lleno de mar, de vastedad. Y de ausencia. Es tanta, esta, que la película se convierte casi en una obra sin rostros.
El rostro, entonces, tan poco personaje cuando llena alguno de los cuadros, muta en himno de lo perdido, de los afectos sobre la imaginación y los efectos de la curación que esta alcanza. Y sí, La metamorfosis de los pájaros es también terapia psicomágica. La bandera con una fotografía impresa de la cara de la madre-abuela Beatriz, que la misma Catarina Vasconcelos pasea por un paisaje árido, se erige como la enseña universal de la memoria, de la fuente-patria que aún abreva a los hijos o nietos… a los vivos. “Los muertos no saben que están muertos. La muerte es asunto de los vivos”, dice Jacinto cuando cuenta, entre el relato autobiográfico y la leyenda, la muerte de su madre Beatriz.
¿Qué es una familia, sino una ficción? La tragedia, la comedia, el drama. Esas cortinas de la casa de Beatriz y Henrique, que enmarcan algunos de los cuadros simbolistas de Vasconcelos, funcionan también como telón del teatro doméstico que la directora portuguesa pone en marcha, como una suerte de constelación gestáltica. Y sin embargo, a pesar de lo magnánimo de la poesía que atraviesa este museo de la memoria y la autoficción, desprendido solemnemente de la hibridez como subgénero de lo documental, el filme respira con cada pequeño gesto o color, como las lunarias que a Beatriz le daban la certeza de que “el misterio está en los detalles”. Porque así es la ficción de lo cotidiano. Ficción que pervive más allá de la muerte, como también decía Vladimír Holan, poeta checo, en su Resurrección:
¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos un día aquí
al estruendo terrible de trompetas y clarines?
Perdona, Dios, pero me consuelo
pensando que el principio de nuestra resurrección,
la de todos los difuntos,
la anunciará el simple canto de un gallo …
Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento …
La primera en levantarse
será mamá … La oiremos
encender silenciosamente el fuego,
poner silenciosamente el agua sobre el fogón
y coger con sigilo del armario el molinillo de café.
Estaremos de nuevo en casa.
Marc Barceló es un apasionado por la literatura, la tradición y el cine. Ha escrito crítica en medios digitales como el Diari del Festival de Sitges, y actualmente en el Diario del Festival de San Sebastián. Hizo el máster en Comisariado Fílmico de Elías Querejeta Zine Eskola (Donostia). Actualmente es coprogramador para el festival Loturak.