Cuerpos y entrañas expuestos. Y no, no se trata de pieles desnudas o cine gore: la única exposición verdadera se revela en la apertura de la intimidad. La vileza, fragilidad, descaro y paroxismos constitutivos de lo humano escurren primero por grietas y después por barrancos: se trata de documentales donde el flujo viviente cobra cuerpo.
Aniquilamos paredes, puertas, ventanas y cualquier materialidad que se atraviese: estamos ya adentro. A veces acechamos por una mirilla, sin saber con certeza si el observado sabe de nuestra presencia; a veces con la cámara desnuda, desafiamos frontalmente un rostro que nos habla desde sus profundidades. Espiamos y enfrentamos. Estamos ya adentro, pero de la carne. Aquí se enmarcan los seis filmes que componen La ruta de lo íntimo.
Para quien escala una montaña, hay momentos donde alcanzar la cima o caer al precipicio es de equidistante probabilidad. O así pareciera, al menos desde abajo. ¿Qué tanto llamará a los alpinistas el abismo? La montaña, en su altura inmemorial, posee un régimen propio, irreconciliable con la vida humana. O casi. Quizá hubo un tiempo primordial cuando el hombre solía ser montaña.
Hay directores de cine que fisuran su propia historia familiar. Son una especie de alpinistas: hacen evidente que el trayecto hacia el origen está hecho de piedra que discurre en picada. Gracias a ellos sabemos que en la fatalidad de la altura, el abismo es el que llama. Eligen adentrarse en ese vacío. Y nos llevan a su lado.
Con cada paso del montaje, los creadores hacen grietas para que miremos dentro: de la manufactura de sus casas a la de sus interiores burbujeantes. Los directores se despeñan a sí mismos. Como Eva Villaseñor, una alpinista temeraria de su interioridad. Si en su ópera prima, Memoria oculta (México, 2014), reconstruyó desde la afasia el brote psicótico que sufrió, en M (México, 2018), su segunda película, nos adentra en la relación ríspida con su hermano Miguel, mejor conocido como Tankeone, un popular rapero en Aguascalientes.
Irrumpe la primera imagen con Eva y Miguel riendo abrazados en una foto de bebés, ambos con los torsos desnudos; irrumpe a la par la disonancia cortante de una canción de rap. El ascenso montañoso continúa con paso firme: vemos a M filmar un video musical, ser perseguido por fanáticos en una escuela, cantar frente a miles de personas. O cada vez más adentro: vemos los azulejos y cremas que hay en su baño, el color de sus sábanas y la posición en la que duerme abrazado a su perra. Luego, el balanceo abismal: M, en absoluta vulnerabilidad. Miramos cómo su novia amenaza con dejarlo tras estar desaparecido por varios días. Lo presenciamos —desde una imagen borrosa de lo que parece una cámara oculta— confusamente drogado, diciendo que preferiría morir a ser adicto; mientras, Eva llora.
No hay una sola forma de hacer alpinismo. Como tampoco hay una sola forma de quemarse: de afuera hacia adentro o de adentro hacia afuera. Mauricio Alfredo Ovando experimenta ambos métodos en su filme Algo quema (Bolivia, 2018).
Mauricio es el nieto de Alfredo Ovando, presidente militar de facto en Bolivia durante los años sesenta, a quien se le acusa de múltiples crímenes: tanto de ser el autor intelectual de la Masacre de San Juan (en contra de mineros disidentes del régimen), como de ordenar el asesinato del Che Guevara. Surcamos una historia que inclusive antes de ser relatada, quema.
¿Cómo acercarse a la figura de ese ancestro, por quien el realizador lleva nombre? ¿Cómo pegar los fragmentos de una narración ensartada por los lazos de sangre y los crímenes de Estado? Porque la historia vuelve a nacer cada vez que es contada, Mauricio reconstruye esos años con imágenes de archivo y entrevistas a sus familiares: entrecruza antiguos videos caseros con registros de noticieros y grabaciones oficiales. A la vez confronta a sus parientes, preguntando sobre la vida familiar del abuelo mientras el devenir social y político de Bolivia se desangraba. De ningún modo se trata de “humanizar” a Alfredo Ovando. Se trata de desgarrar la entraña viscosa, para así drenar ese algo en llamas.
Posar la cámara frente a alguien puede ser una forma de violencia. Más aún si radica en filmaciones sin consentimiento; incluso con un acuerdo previo, grabar encarando un rostro, conserva un halo de perpetración. Exigir una respuesta, provocar el gesto que será capturado por una máquina para después ser reproducido. No decir qué imagen irá antes y cuál después de la suya. Someter a esa persona, a una especie de indefensión donde es su cuerpo mismo el que está expuesto.
En efecto hay cierto ejercicio violento en el trabajo de estos realizadores que diseccionan con la palabra y el dispositivo cinematográfico, las vísceras de otros. Pero no sólo se trata de la interioridad de otros: al discurrir sobre historias que delimitan la suya, los directores no salen ilesos. Se ponen en juego tanto o más que sus retratados.
Otro ejemplo es Tío Yim (México, 2019) de Luna Marán, hija de Jaime Martínez Luna —conocido como Tío Yim— cantautor y activista zapoteco, quien también fue un padre ausente y alcohólico al límite de casi perder la voz. Luna lo graba mientras come el desayuno o habla por teléfono con su locución ralentizada —casi patética—. Luna lo mira sin reparo y le discute sobre la razón de su existencia misma: ¿por qué haber tenido hijos si él lo que deseaba era una vida bohemia, sin responsabilidad ninguna? El enfrentamiento es entre la hija y el padre, entre los miedos y las ausencias, entre lo que debe ser dicho y lo que debe ser callado, entre la cámara y el espectador.
Dos modelos más de interrogatorios que versan de la incomodidad a la lucidez: Un amor en rebeldía (México, 2018) de Tania Claudia Castillo, cortometraje donde Yan María Castro, una de las iniciadoras de las agrupaciones de lesbianas en México, cuenta las minucias de su vida sexual en relación con su actividad política. Y Almost Fashionable: una película sobre Travis (Estados Unidos, Francia, Alemania, México, 2018) de Fran Healy, el cantante de la banda Travis. Él le pide a Wyndham Wallace, crítico de música, que acompañe al grupo durante su gira por México para que juntos realicen la película. Sonaría como cualquier documental musical, si no fuera porque hay una anomalía: Wyndham detesta la música de Travis. Se trata de abolir el enaltecimiento ciego para crear a partir de afecciones incisivas: hacer de la interpelación punzante, la potencia de dar a luz fracturas esenciales.
Entre la perversión y la ternura, La ruta de lo íntimo descoloca a quien mira por medio de lo que parece una profanación: entrar al mundo ajeno. O tal vez, no sea tanta la intrusión. Estos filmes articulan simultáneamente los límites de los espacios públicos y privados, para decirnos que, en la intimidad, ya no tiene lugar esta distinción.
Hay un elemento más: exponer la interioridad plantea cuestionamientos éticos sobre lo que debe o no ser visto. Si hay una película que pone en duda nuestra eticidad y la de sus realizadores, es América (Estados Unidos, 2018) de Erick Stoll y Chase Whiteside. América es una anciana enjuta con demencia senil que es asistida por sus nietos. Los directores siguen el día a día de los minuciosos cuidados que implica vivir con ella: cuando despierta por la mañana sin saber dónde está, cómo sus nietos la bañan aunque se resista, o incluso, somos partícipes desde una distancia media, de la desimpactación fecal que le realizan debido a su negativa por ir al baño. A veces América parece estar consciente de ser filmada; a veces no: en una ocasión le pregunta a su nieto Diego, señalando hacia la cámara:
—¿Y qué está haciendo?
—Grabando.
—¿Grabando qué? ¿Todo lo que hacemos?
—Y decimos.
—¿Y por qué?
La pregunta se dirige más bien a nosotros, los espectadores de La ruta de lo íntimo.
Ser es absolutamente extraño. “¿Por qué soy alguien y no más bien nadie?”, se interroga el filósofo español José Luis Pardo, para tantear una respuesta: “lo propio del hombre es que se tiene a sí mismo”. Contra cualquier modelo instrumental, él considera que la característica distintiva del ser humano está en el doblez del habla, en la percepción interior de eso que decimos: ahí donde mora la intimidad.
Exponer la interioridad es entonces, exponer lo que nos hace humanos.
Natalia Durand (Ciudad de México, 1995) Estudia Comunicación y Filosofía, ambas en la UNAM. Ganadora del 9º Concurso de Crítica Cinematográfica “Fósforo” Alfonso Reyes, en el marco del FICUNAM. Su texto sobre París, Texas fue seleccionado para El Salón de la Crítica del Guanajuato International Film Festival (GIFF). Ha colaborado en medios como Reflexiones Marginales y Correspondencias. Cine y pensamiento.
*Este texto es una de las seis reflexiones que se escribieron sobre las rutas de la programación diseñadas para Ambulante en su 14ª edición, las cuales fungen como una propuesta de los programadores para navegar la selección del festival. Cada una esboza algunas coincidencias entre filmes y las inquietantes preguntas que lanza el cine a los espectadores.