Recordar es un acto subversivo. El solo hecho de traer el pasado al presente para hacerlo coexistir a través de la memoria, desestabiliza ya toda una estructura: la del tiempo. Pero más allá de esta idea romántica, recordar tiene ciertamente el poder de alterar el estado de las cosas actuales en diferentes niveles, de lo individual a lo social y de lo familiar a lo político. El cine siempre ha sido un arma poderosa para exigirle al tiempo que responda por las injusticias y las heridas que no han sanado. Más allá de la denuncia explícita, la militancia o el documento histórico, el cine ofrece la oportunidad de comprender eventos pretéritos para dirigirse hacia un futuro consciente de ellos. Son muchos los caminos que el cine puede emprender para recorrer el sendero de lo vivido y reflexionar al respecto: el de la nostalgia y la recreación de época (donde la ficción tiene ejemplos de sobra), la investigación forense (donde muchas veces el material de archivo es el cuerpo a examinar) o el cine ensayo (género con mayores licencias poéticas), por mencionar sólo algunos. Pero no se puede hablar de fórmulas de éxito garantizado, sino más bien de búsquedas en el vacío dentro y fuera de las imágenes en movimiento. Es ahí donde el género documental es un campo abierto para que el recuerdo encuentre una dimensión contestataria. En la edición 2019 de la Gira de Documentales Ambulante se pueden encontrar valiosos ejemplos donde, efectivamente, se hace patente el ejercicio de la memoria como un acto contestatario.
Tal vez una de las primeras asociaciones a las que nos remitimos cuando hablamos de cine y memoria sean precisamente las películas filmadas en 35 y 16 mm, súper 8 y, cada vez más, el formato VHS. En los tiempos de consumo digital, los soportes análogos llevan implícita su relación con el pasado desde sus cualidades físicas: el celuloide y las cintas magnéticas. Volver a ellas, mirar de nuevo las viejas películas caseras en el proyector o la videocasetera revive, lo sabemos bien, la nostalgia de los momentos alegres; pero también puede reavivar el dolor de aquellas heridas jamás cerradas. El celuloide corre el riesgo de quemarse y perderse en el fuego; el recuerdo silenciado provoca el mismo escozor. Este es el caso de Algo quema (2018), donde el director Mauricio Ovando indaga en su pasado familiar para intentar descifrar la figura de su abuelo, el general y político boliviano Alfredo Ovando Candía. La figura pública (un exmilitar acusado de ordenar masacres y hasta del asesinato de Ernesto “Che” Guevara) y la íntima (un marido y padre amoroso) chocan irreconciliablemente en esta exploración que Mauricio realiza a partir de videos caseros, archivos gubernamentales oficiales, fragmentos de noticieros y entrevistas actuales a los integrantes de su familia. Pero si la Historia —con mayúscula— no corresponde con la historia heredada, ¿cuál es la versión correcta? Mauricio Ovando se enfrenta mediante este ensayo a lo que mucho tiempo se mantuvo reprimido en su núcleo familiar. Trae de vuelta los recuerdos personales y sociales para contrastarlos y cuestionarlos. Aunque duela, su acto de rebeldía es aceptar la verdad. La figura entonces se completa: sí, Alfredo Ovando Candía fue un buen padre, digno de amor; y sí, Alfredo Ovando Candía fue también un tirano militar, responsable del sufrimiento de muchos bolivianos.
Otro caso donde también se revisitan antiguas grabaciones para comprender las circunstancias del hoy es el de Los testigos de Putin (2018), donde el documentalista Vitaly Mansky vuelve a revisar los materiales de video que capturó mientras hacía una serie documental sobre los presidentes rusos Borís Yeltsin y Vladímir Putin. El material es de una intimidad sorprendente: con una cámara extremadamente cercana a los personajes, casi rayando en lo invasivo, el realizador los aborda con constantes y atrevidas preguntas. La colección de momentos van de lo público a lo privado, tanto de sus objetos de estudio como de la propia vida del cineasta. Así, lo personal —instalado muchas veces en el espacio doméstico— está profundamente ligado a lo social —en las entrañas del Kremlin y las calles de Moscú—. Mansky regresa al pasado cercano para detectar los indicios que en su momento no eran tan evidentes, pero que ya avisaban (o advertían) la polémica figura en la que se convertiría Putin. Sus comentarios mediante una voz en off forman parte de un ejercicio autorreflexivo y, en cierto grado, autocrítico. El director vuelve sobre sus pasos para mirar detenidamente los detalles que casi 20 años atrás pasaron desapercibidos, pero que hoy son de un peso inconmensurable. Las imágenes registradas en video son las mismas, pero adquieren una dimensión completamente diferente cuando se comparan con los sucesos actuales. La versión de Putin que alguna vez ayudó a difundir Mansky en televisión ahora es diseccionada, ligando cada una de sus partes con las consecuencias que generaron en el futuro. La meditación parece que llega con retraso, sin embargo, nunca es tarde para recordar lo que estuvo ahí desde un principio. Y más aún cuando un régimen autoritario como el de Rusia actualmente establece criterios cada vez más estrictos sobre lo permisible en la cultura.
Más allá del poder que una imagen del pasado pueda tener sobre el presente gracias al cine, lo cierto es que la memoria es un proceso —muchas veces uno muy largo—, cuyo impacto es siempre impredecible. Su permanencia en la posteridad no está asegurada y menos aún si vive bajo la amenaza de ser eliminada. Los esfuerzos por construirla, preservarla y, sobre todo, por hacerle justicia requieren de paciencia, temple y dedicación. Ahí es donde el cine tiene especial injerencia: el atestiguamiento de la creación, defensa y evolución del recuerdo. Tomemos como ejemplo el documental El silencio de otros (2018), donde seis años de lucha legal para hacer justicia a las víctimas de la dictadura franquista en España son condensados en una narración polifónica que remarca la importancia de no dejarse vencer por el olvido. Los realizadores Almudena Carracedo y Robert Bahar emprenden una travesía a través del tiempo para acompañar el prolongado viaje de diversos activistas, registrando sus victorias como la presentación de la Querella Argentina para investigar los casos de genocidio y crímenes de lesa humanidad que la Ley de Amnistía trató de ocultar a partir de 1977; así como las amargas decepciones cada que el Gobierno español boicoteaba alguno de sus avances. A diferencia de los documentales anteriores, los materiales de archivo sirven para contextualizar el poder de otra dictadura que impera actualmente: la del olvido. Aquí la cámara es testigo de los esfuerzos para exhumar la verdad, fungiendo como una bitácora de una batalla para defender la memoria histórica española. Haciendo una analogía con el Mirador de la memoria —el conjunto de esculturas dedicadas a los olvidados de la Guerra Civil española que aparece en el documental como metáfora de la lucha social— esta película también es una especie de monumento en movimiento dedicado a los que se resisten a olvidar.
Por último, otra forma en la que el cine es testigo de los procedimientos que la memoria emprende para subsistir es la que propone Nebojša Slijepčević en Srbenka (2018). Los ensayos para la puesta en escena de una obra inspirada en la historia de una de las cientos de víctimas que dejó el conflicto militar entre Croacia y Serbia en la década de los noventa, sirven para exponer los mecanismos para que un determinado acontecimiento adquiera una dimensión diferente al que la Historia le ha relegado, y así tener una proyección que haga repensarlo en el presente. En este caso, el arte es el dispositivo para revivir el pasado a partir de la recreación teatral del asesinato de una chica serbia en Croacia por motivos de racismo. Se trata de una obra autoconsciente, explícita en su crítica social, que pretende reavivar la discusión a más de 25 años de los hechos. Prescindiendo casi por completo de material de archivo, salvo por algunas fotografías que más bien sirven de “referencia”, el documental se concentra en las interacciones y los procesos creativos entre el ensamble actoral y su director Oliver Frljić, develando sus dilemas personales con respecto al conflicto que van a representar. No se trata del making off de una pieza escénica, sino del atestiguamiento de la reconstrucción de un incómodo recuerdo para los croatas. Cine y teatro corren en paralelo (todo el registro sucede dentro del recinto) hasta que en el desenlace, la cámara, siguiendo al exterior a una de las participantes, hace evidente que, aunque este es un contundente reclamo a la amnesia histórica, el problema sigue allá afuera.
Recordar es un acto subversivo. Estos documentales son ejemplos de cómo la evocación del pasado a través del cine tiene la capacidad para reconciliar los polos opuestos de una historia familiar; para rebelarse contra los olvidos legitimados; para hacer introspecciones personales con resonancias políticas; y para revalorar acontecimientos incómodos a través del arte. El recuerdo es subversivo, debe serlo, sobre todo cuando el presente tiene una deuda con el pasado.
Israel Ruiz Arreola, mejor conocido como Wachito, es licenciado en Ciencias de la Comunicación por una escuela cuyo nombre no merece ser mencionado. Forma parte del área de Publicaciones de la Cineteca Nacional, desempeñándose como investigador y asistente editorial. Es parte del equipo asociado de la revista Icónica. Escribe críticas, masca chicle, baila tango y tiene deudas de a montón, ¡tu-ru-rú!
Este texto es una de las seis reflexiones que se escribieron sobre las rutas de la programación diseñadas para Ambulante en su 14ª edición, las cuales fungen como una propuesta de los programadores para navegar la selección del festival. Cada una esboza algunas coincidencias entre filmes y las inquietantes preguntas que lanza el cine a los espectadores.