Me mudé a la Ciudad de México en diciembre de 2015 y el Hospital General me quedaba a la vuelta de la esquina. Todos los días pasaba frente a cientos de personas desesperadas que aguardaban frente a la puerta del edificio atiborrado. Así, poco a poco creció mi curiosidad sobre la situación de los servicios de salud en una ciudad con nueve millones de habitantes. Aunque no había venido a México para enfocarme en los servicios de salud –estaba aquí para crear una película muy diferente– me fue imposible ignorar el impacto de las emociones que enfrentaba diariamente al caminar. No sabía con exactitud qué estaba buscando, pero empecé a explorar.
Supe que había encontrado una historia digna de contar después de conocer a la familia Ochoa. Una tarde, Juan, de dieciséis años, estaba limpiando la ambulancia afuera del Hospital General mientras su hermano de nueve años, Josué, hacía trucos torpemente con su balón de fútbol. Intrigado por la ambulancia familiar, les pregunté si podía verlos trabajar algunas horas. Fer, el padre, accedió rápidamente. Lo que viví esa noche me dejó el ojo cuadrado: era una película esperando ser creada.
Los seis meses siguientes viví en la parte trasera de la ambulancia Ochoa, grabando el despiadado mundo clandestino de los servicios de salud lucrativos de la Ciudad de México. No tardé en descubrir que esta industria era una novedad no sólo para mí, sino también para los ciudadanos. Platiqué con políticos, taqueros, familias y estudiantes; casi nadie sabía de dónde venían las ambulancias o qué tipo de paramédicos las manejaban.
Me volví cercano a los Ochoa. Me encantaba convivir con ellos y sabía que eran buenas personas. Aún así, entre más tiempo pasaba en su ambulancia, más aprendía sobre los detalles oscuros de su trabajo. Descubrí que no todos eran paramédicos certificados, y que su ambulancia no estaba registrada ni contaba con todo el equipo necesario. Mientras ellos seguían prestando los servicios que tanto necesitaba la ciudad en desabasto de ambulancias, observé cómo su inseguridad financiera empezaba a afectar el trato a los pacientes. Con la moral hecha nudos, me preguntaba:
¿Qué haría yo? ¿Cuál es la mejor opción?”
Rara vez se me ocurrían respuestas buenas. Y, como indicaban sus frecuentes encuentros con policías vendidos, la familia operaba dentro de un sistema inherentemente corrupto y disfuncional, tratando de ganarse la vida como millones de familias mexicanas más.
Conforme la gravedad de los accidentes aumentaba, los Ochoa sentían más la presión y temía que estuvieran tan cerca de los límites que pensé que nunca cruzarían. La mayoría del tiempo estaba orgulloso de su trabajo; sin embargo, a veces me preocupaban los pacientes que atendían. Esa confusión ética y emocional se volvió la tensión central de mi historia.
Trabajaba solo, así que encontrar la mejor manera de relatar la historia me tomó meses de prueba y error. La regular rutina nocturna de los Ochoa me permitió experimentar con distintos estilos de grabación, y así tuve varias oportunidades para trabajar con los sentimientos y la energía del momento. Quería que el documental fuera una experiencia estremecedora. Quería transmitir con mi cámara la montaña rusa emocional y física en la que me sentía parte todas las noches. Sabía que las entrevistas, la música y la voz superpuesta sacarían al público de la experiencia de estar en la ambulancia y harían que juzgaran a la familia desde una perspectiva más desconectada. Era consciente también de que las cuestiones que quería explorar son delicadas. Los espectadores tendrían un espectro de reacciones diferentes, por lo que era mejor mostrar la situación en lugar de contarla para así promover un diálogo más rico y con más matices.
Me inspiré tanto en obras etnográficas compuestas pacientemente, como en cintas narrativas dramáticas. Sentí que la historia de los Ochoa se encontraba en la intersección de estas dos modalidades cinematográficas, que se suelen considerar como contrarias. Mi objetivo fue que el público nos acompañara en esta cautivadora travesía, mientras me mantenía fiel a la convicción de que las tomas largas junto con la observación específica pueden ofrecer un realismo más fresco.