Es frecuente atribuir la violencia descarnada que se vive en México —en contraste con la negación triunfalista del nuevo gobierno— a la incapacidad del Estado para asumir el monopolio de la violencia. Desde esta convicción, las soluciones suelen ser paternalistas y/o punitivas: es imperativo fortalecer las instituciones, tipificar delitos, modernizar las fuerzas policiales, o combatir la corrupción (un eslogan ambiguo y eficaz para campañas electorales tanto de derecha como de izquierda). La violencia se nos presenta entonces como una anomalía, un fenómeno excepcional, episódico y externo que, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, obstaculiza la consolidación democrática y el crecimiento económico. En pocas palabras, la violencia resulta en una imagen caótica y difusa que puede ser corregida por los aparatos estatales en términos de reformas institucionales, así como convertirse en un llamado a la unidad nacional y la pacificación en abstracto.
Existen otras maneras de pensar y relatar esta violencia. Escuchamos voces al ras del piso, desde abajo, subterráneas. Nos enteramos del andar de organizaciones populares, de grupos de la sociedad civil, periodistas y académicos independientes, defensores de derechos humanos, feministas, madres y familiares de desaparecidos. Intuimos un dolor que se va haciendo expresivo, activo, que no solo reacciona individualmente o en el ámbito de lo familiar, sino que teje redes de apoyo, diálogo y autocuidado (individual y colectivo).
No sabemos cómo, pero en algún momento el dolor se convierte en sensibilidad, inteligencia: un despliegue de conocimientos y prácticas autónomas que van desde lo forense hasta lo jurídico, pasando por la comunicación y la geografía.
No sabemos cómo, pero en algún momento el dolor se convierte en sensibilidad, inteligencia: un despliegue de conocimientos y prácticas autónomas que van desde lo forense hasta lo jurídico, pasando por la comunicación y la geografía.
¿Será esto lo que llaman dignidad?1 ¿Por qué insisten estas vidas dañadas en la organización y la creación de sentido? ¿Qué puntos de referencia tenemos para trazar marcos de comprensión de estas cadenas de hechos, así sean marcos precarios, provisionales? ¿Cómo asir la racionalidad de la violencia?
El veredicto del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP), en su capítulo “México”, describe un histórico desvío del poder.2 Esta figura jurídica, tal como la caracterizó el TPP para el caso mexicano, nombra la relación de subordinación del Estado ante las exigencias de corporaciones transnacionales, en su mayoría norteamericanas, desde finales de los años ochenta hasta la fecha. Esto quiere decir que la protección física y jurídica que el Estado solía proporcionar a los ciclos productivos de los capitales nacionales es transferida a los ciclos del capital transnacional. Al privatizar y desnacionalizar las redes de servicios e infraestructura (rurales y urbanas), al desregular el trabajo, la extracción y el manejo de los recursos naturales, el Estado ha logrado desmantelar las condiciones básicas de reproducción social de la vida en el territorio mexicano. Esto último es lo que se pierde de vista al reducir el neoliberalismo a recortes aislados al gasto público, y es relevante porque explica, en parte, el desplazamiento forzado de millones de centroamericanos y mexicanos que migran hacia el norte, la devastación ambiental y la violencia feminicida.
El desvío del poder estatal-nacional es el correlato jurídico-político de las condiciones asimétricas de la implementación del TLCAN. Sus efectos son palpables: la escasez y la vulnerabilidad extremas se producen deliberadamente. Desde esta perspectiva, la imagen que obtenemos de la violencia ya no es precisamente caótica ni difusa y, aunque aún en la bruma, podemos conjeturar su racionalidad. A nivel regional, se acuerda una competencia monopólica de capitales transnacionales, mientras que en lo local, en las fronteras, en el campo y la periferia urbana, se desatan guerras informales de baja intensidad, paraestados que cosifican y conquistan los cuerpos para el consumo interno, o bien, para su exportación. Se trata de un diseño económico global que distribuye las poblaciones y los territorios según regímenes legales e ilegales que pueden rastrearse hasta la contrainsurgencia de los años setenta y que contemplaría, con variaciones, fenómenos como el feminicidio en Ciudad Juárez a partir de los noventa
¿Cuál es la función económica de las mujeres en esta imagen que nos hacemos?
Como ha observado Rita Segato a propósito de la masculinidad soberana en la frontera con Estados Unidos, los actos de violencia feminicida adquieren una dimensión simbólica y discursiva. Son significantes de un lenguaje compartido (entre hombres) que comunica el dominio. Un código intersubjetivo, que va más allá de la dimensión sexual y reactualiza las jerarquías de género, clase y “raza”. Queremos enfatizar este último punto, pues el “móvil sexual” y la “misoginia” —entendida como rasgo individual “desviado” o herencia “bárbara”— suele ser una serie de explicaciones que criminalizan a las propias víctimas o que derivan fácilmente en argumentos racistas o clasistas. El descentramiento de la dimensión sexual del feminicidio permite repensarlo a la luz del desvío de poder del Estado nación y la implementación de pactos neoliberales regionales (aunque los tratados cambien de nombre) como una forma de violencia específica del neoliberalismo. ¿Cuál es la función económica de las mujeres en esta imagen que nos hacemos?
Estas vidas de por sí precarias y cosificadas son el objeto del feminicidio y se utilizan como expresión clasista y como amedrentamiento dirigido contra la clase trabajadora feminizada, la cual sobrevive en condiciones laborales semiesclavas.
Retomando algunas investigaciones sobre la maquila entendida como complejo industrial y modelo de urbanización específicamente neoliberal en las periferias, Jules Falquet ofrece algunas claves. La instalación de maquilas en México durante la segunda mitad del siglo xx implicó la integración de mujeres a una esfera pública y laboral degradada, sin derechos civiles ni sindicales, ya no digamos reproductivos. Su mano de obra se abarató y flexibilizó sin límites normativos. El único límite fue y sigue siendo su propio cuerpo. Las labores que en otro momento destinaban al espacio doméstico se “liberaron” y canalizaron hacia un mercado desregulado en clave masculina. Hoy se ofrecen como servicios legales e ilegales desde el cuidado y la procreación, hasta el trabajo en condiciones semiesclavas de la maquila y el trabajo sexual. Hombres y mujeres “de servicios”, sintetiza Falquet.
Si bien es claro que la violencia feminicida está dirigida principalmente hacia mujeres trabajadoras jóvenes, morenas, precarizadas, migrantes rurales, obreras de las maquilas, trabajadoras sexuales, etc., poco se habla del papel central que juega este segmento de la población en la reorganización reciente de la producción transnacional. Al ser la mano de obra más barata, esta se vuelve una especie de tabulador del precio mínimo, de modo que cualquier modificación en sus condiciones laborales afectaría el valor real y el precio en el mercado de la mano de obra del resto de trabajadores, según la perspectiva de la relación capital-trabajo. Frente al terror, la desmoralización y la parálisis provocada por la violencia feminicida, Falquet formula una pregunta sugerente:
¿Cuáles son los sectores sociales, políticos y económicos interesados en impedir/desviar/retrasar la lucha de las mujeres, de las personas pobres, de los migrantes, en especial sus luchas contra la dependencia económica y la explotación?” Jules Falquet.
Estas vidas de por sí precarias y cosificadas son el objeto del feminicidio y se utilizan como expresión clasista y como amedrentamiento, dirigido contra la clase trabajadora feminizada, la cual sobrevive en condiciones laborales semiesclavas. Pero quizá también contra las comunidades que se organizan para resistir, por ejemplo los últimos éxodos provenientes de Centroamérica en 2019, los zapatistas, los defensores ambientales y comuneros de Abya Yala. Aunque es ejercida cruelmente contra las mujeres, esta violencia detiene cualquier perspectiva emancipatoria antineoliberal, esté o no enfocada desde el género.
La última clave tiene que ver con la imagen misma, porque como el propio TPP señala, no es posible el desvío del poder sin un férreo cerco mediático. Este ciclo productivo basado en la vida y la muerte de mujeres, del que hemos hablado, no otorga tiempos ni espacios de visibilidad ni enunciación propia. Las imágenes generadas por los monopolios mediáticos reiteran la patología de los asesinos, el gore, la épica policiaca, el eterno combate a la corrupción, la biografía del capo, la revictimización de la mujer, la exigencia de mano dura. De nuevo, el discurso hegemónico se sostiene en narrativas irracionales de gente que andaba “en malos pasos”.
El desvío de poder es también un desvío de la imagen. El relevo paraestatal no tiene marcos de representación, mientras que la idea de nación es una metáfora que pierde contenido social mientras acompaña, en lo visual y lo discursivo, los pactos entre las élites neoliberales de la región. La independencia en el periodismo, y de cualquier trabajo comunicativo, también es sensibilidad e inteligencia. Las luchas y búsquedas, en sus diferencias, despliegan mecanismos de reapropiación de la vida y de la muerte. Desde la bruma vamos tejiendo esos puntos de referencia que se asemejan a lucecitas, como dicen las mujeres zapatistas, que bien podrían ser un sol distante. Porque si existen muchos mundos, existen muchos soles.
Semblanzas
Andrea Ancira García (México) es escritora, editora y curadora. Estudió Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en el CIDE y la maestría en Estudios Visuales en la UAEM. Ha impartido o coordinado seminarios en 17, Instituto de Estudios Críticos, Museo Universitario del Chopo, SOMA y la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Es cofundadora de la editorial Tumbalacasa. Ha colaborado en La Tempestad, South as a State of Mind, Blog de Crítica, Nexos, Código, Yaconic y Ojarasca.
Neil Mauricio Andrade (México) es filósofo, editor y escritor. Estudió Historia del Arte en la UNAM, donde también ha colaborado en proyectos de investigación sobre teoría crítica latinoamericana. Ha impartido seminarios de filosofía, ciencia ficción y necropolítica. Escribe sobre ideología y cultura contemporánea en medios digitales. Trabaja en el proyecto editorial Tumbalacasa y forma parte del colectivo artístico Biquini Wax EPS. Es adherente a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona.
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