Mientras filmaba al artista plástico Alfredo De Stéfano por diez de los lugares más áridos del planeta, Everardo González emprendió un proyecto de modo paralelo que involucraba a habitantes del desierto. Así empezó lo que se convertiría en Yermo. A propósito del estreno mundial de la película en Ambulante en Casa, el director comparte la experiencia de este proceso en la siguiente entrevista.
Durante el rodaje, Alfredo De Stéfano y tú encarnaron una suerte de monstruo occidental al mantenerse siempre con la cámara, como si fuera una extensión de sus propios cuerpos, ¿qué implicaciones tuvo frente a los habitantes del desierto?
Lo exótico éramos nosotros. Yo estaba haciendo un proceso como el que podría hacer para cualquier otro documental, donde uno es un observador que establece cierta distancia frente a lo que filma; no solo existía la distancia cultural, sino también la que da la cámara. No entendía nada de lo que se hablaba. Ya contratadas las traducciones, la editora Paloma López Carrillo y yo pudimos entender lo que ocurría. Esa escena que parecería de cine etnográfico ―la de una mujer cortando zanahorias― no cuenta mucho en términos de acción. Sin embargo, en el ámbito de la palabra, la escena corresponde a una mujer que corta zanahorias y comenta lo extraños que son los que la graban. Entonces, empieza a tomar significado. Decidimos reírnos un poco del oficio, de lo arrogantes que somos a veces cuando portamos la cámara creyendo que lo entendemos todo. El proceso mismo de hacer la película le regaló la forma porque no había una ruta trazada por mí. Me adaptaba al plan de Alfredo De Stéfano, él me avisaba de los viajes poco tiempo antes de partir. Él era el personaje que yo iba a estar siguiendo, lo demás era documentar el paisaje, el escenario donde trabajaba.
Dentro de esa arbitrariedad, ¿qué te hacía encuadrar algo o a otras personas?
Instintivamente ya estaba filmando la película que terminó siendo Yermo. En un principio, pensaba dimensionar más el escenario de Alfredo. Al paso de los viajes, descubrí que estaba haciendo otra película sin realmente haberme dado cuenta. Noté que las personas para la obra plástica suelen ser un objeto decorativo o de composición. Eso iba en contra de mi idea de las personas en los documentales. No es una mala crítica a la plástica, simplemente el trabajo de Alfredo se vincula en mayor medida con el desierto y el paisaje. En ese momento descubrí que la otra película, la que terminó siendo Yermo, tenía mucho más potencial que la del registro de la obra de un artista.
Llama la atención que en Yermo el acto de cantar une a los habitantes de las distintas locaciones.
En general, las sociedades cantan. Eso acompaña las soledades de las personas. En la escena del desierto de Thar, la mujer gitana canta para la cámara, pregunta si debe continuar o no con la canción, sabe que será filmada. Para mí era muy importante discutir dónde radica la naturalidad frente a la cámara, si existe o no. A veces, en el documental y en cierto tipo de películas de ficción se busca la naturalidad del personaje. Aún así, mucho de eso es una puesta en escena propuesta por quienes son filmados. Por eso nosotros decidimos no editar la escena de aquella mujer como algo espontáneo, sino como algo montado. Es parecido a hallarnos en un detrás de cámaras de un documental que se pretende etnográfico.
Si consideramos la amplitud de los tiempos del desierto, la participación de niños en distintos escenarios acelera el ritmo de la película. ¿Esa aceleración tuvo que ver con decisiones de montaje?
Normalmente el ritmo es una decisión del editor. Parte de lo que disfruto al trabajar con Paloma es que entiende las estructuras y cómo llevar la progresión narrativa. Esas cualidades se vuelven un salvavidas cuando no tienes la certeza de qué va a tratar el documental. Por muchos meses no lo supimos. La primera tarea fue encontrarlo, lo descubrimos cuando llegó la palabra, el significado de lo dicho por los habitantes del desierto en idiomas desconocidos para nosotros y, finalmente, traducidos. Llegada la palabra, nos dimos cuenta de la línea narrativa posible. Después vino un trabajo de conceptos, de secuencias que son sutiles y mantienen cierto discurso aunque no sea explícitamente. Yermo no es una película que te lleve por la trama o la construcción de personajes. Y eso ya es un poco la tarea del editor, saber en qué punto está cayéndose la narrativa para acelerar el ritmo. Una de las cosas que sí nos planteaba un arco dramático fue el origen de los desiertos. Yo tenía muy claro que todo debía conducir a la escena donde cerrábamos con el gran desierto que es el mar. Todos los desiertos fueron el mar un día. En un sentido más filosófico, Yermo cuenta un regreso al origen de la Tierra.
Sabina Orozco (Oaxaca, 1993). Estudió Letras Hispánicas en la UAM. Ha publicado textos críticos y de ficción en medios como Este País, Tierra Adentro, Milenio y Punto de Partida. Fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa.