Cosas que no hacemos

Por Ambulante

14 Feb 2020

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Cosas que no hacemos es una historia sobre juventud —sobre niños que, en gran parte abandonados a su propia suerte, deben estar listos para entender y navegar una sociedad que probablemente no está lista para ellos—.

La película deja claro desde el principio que los niños que aparecen son profundamente independientes, ya sea por motu proprio o como consecuencia de la negligencia de las figuras adultas a su alrededor. Vemos a los niños tropezándose los unos con los otros para aceptar regalos de “Santa Claus”, sin importarles el peligro potencial de un desconocido en una máquina voladora que les arroja paquetes desde el cielo. Los vemos creando sus propios juegos y sus propias rutinas de baile. Incluso cuando nos abrimos paso al salón, la cámara se mantiene centrada en los alumnos —la maestra no aparece físicamente en la escena—. El director Bruno Santamaría elige no usar estructura narrativa o movimientos de cámara convencionales; en cambio, se esfuerza por ilustrar el mundo a través de los ojos de los niños, creando a su vez figuras de autoridad que en gran medida no son integrales. Después de todo, los niños frecuentemente eligen pasar el tiempo jugando o simplemente conviviendo con otros niños antes de siquiera considerar hacerlo con un adulto.

El momento clave principal probablemente sea durante un baile de pueblo, en el que un tiroteo público deja al menos a un individuo muerto. No vemos las armas. No vemos el cuerpo. Solo escuchamos los estallidos de las municiones antes de un pánico ahogado y el desvanecimiento a una pantalla negra. La decisión de Santamaría de regresar al siguiente día al parque donde se llevó a cabo la fiesta crea una especie de experiencia surreal para las audiencias: una canasta de basketball que alguna vez lucía decoraciones ahora está plagada de balazos. Un charco de sangre permanece desde el incidente, y en vez de espantar o traumar a los niños como uno esperaría, la sangre despierta curiosidad y emoción. Las antiguas pláticas sobre Santa Claus y las fiestas ahora son reemplazadas por preguntas sobre quién fue asesinado. ¿Cuántos balazos fueron? ¿Catorce? ¿Quince? ¿Cuántos perpetradores había en total? ¿Dónde cayó la víctima?

Santamaría eficazmente explora cómo afecta la violencia a los niños: es posible que tengan que minimizar la seriedad de la situación como mecanismo de defensa. O, tal vez incluso más trágicamente, la violencia puede haberse convertido en algo normal, tanto así que un homicidio cometido en su parque deja a los niños relativamente impasibles. Uno de los adolescentes afectados por el tiroteo se pregunta si la policía realmente fue en su ayuda esa noche, sin estar seguro de qué tanto confía en la expectativa de que siempre harán lo correcto. Como mínimo, esto ilustra qué tan profunda es la desconfianza hacia las figuras adultas, y qué tan poco han llegado a depender los niños en ellas.

El corazón de la película es sus niños protagonistas, ya que permanecemos con ellos en las dificultades internas y externas. Uno de los niños mayores, por ejemplo, sueña con vertirse y bailar como mujer pero no se puede imaginar expresándole tal deseo a sus padres. Sin lugar a duda, esto es una “cosa que no hacemos” en la cultura mexicana dominada por el machismo, en la que la palabra ‘puto’ es es usada a diestra y siniestra en una fiesta, o la resolución de una disputa puede llevar a un asesinato en el parque. Independientemente de la sexualidad, dicha lucha es el pilar de la adolescencia ya que uno se encuentra a sí mismo de un modo que no necesariamente nos hace vibrar expectantes. Los niños y adolescentes deben lidiar con normas sociales con las que no están de acuerdo y aprender difíciles lecciones de vida sin tener siempre una figura parental que los ayude en el camino. Santamnaría construye una cautivante narrativa que explora esta faceta de la niñez, preguntándose cómo verían los niños el mundo si lo descubrieran solos, y el rol de los padres al acercarse a o alejarse de la vida de sus hijos.

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